Foto: Izquierda Jesús, derecha Luís M.
Hola compañeros, me llamo Jesús, tengo 59 años y soy de Madrid. Estuve en tres ocasiones en el Preventorio Nacional Antituberculoso, que es como se llamaba. El trato que recibíamos- visto en la actualidad- sería para denunciarles por malos tratos, se salvarían muy pocos de los que participaron en nuestro cuidado.
La primera vez que fui tenía 8 años, nos llevaron desde Plaza de España en autocares a la estación de Atocha, cargados con una talega de tela con la ropa interior. Salimos en tren por la noche. Éramos en cada departamento el doble de las plazas disponibles, dormíamos en el suelo, incluso en cima de la puerta, en un hueco para maletas. En Zaragoza se hacía el cambio de máquina eléctrica por una de vapor, a la llegada nos trasladaron en autocares a la que sería nuestra casa, y nuestra primera mili, durante tres meses. Al llegar nos entregaban un uniforme que no era igual para todos:
Consistía en un pantalón corto color gris, camisa caqui, zapatillas de tela con suela de goma y cordones para atar en los tobillos, calzoncillos con botón y bañador con tirantes (de los años 20). Por las mañanas nos hacían lavarnos desnudos, a grifo abierto, con jabón lagarto y estropajo, después salíamos a desayunar. Luego, de paseo, siempre formados en dos filas. Para jugar siempre teníamos que estar sentados, no podíamos estar de pie. Cuando nos castigaban era siempre sentados, con la cabeza entre las piernas.
La comida era espantosa y sólo nos daban para beber un vaso de agua en la comida y otro en la cena. Dormíamos la siesta cada día y, quien tenia que ir al aseo, podía hacer sus necesidades pero sólo una vez al día, si ibas por la tarde no podías volver por la noche. Dormíamos mirando al fondo del dormitorio y quién se daba la vuelta, aunque fuese durmiendo, era castigado amén de recibir un tortazo o un golpe con la pala de madera por ¿mal comportamiento?
Alguna vez nos llevaban a la playa a bañarnos, recuerdo que dejábamos el baby sobre las rocas y, descalzos, bajábamos hasta la arena. Cuando llegaba el instructor- un hombre altísimo-, nos formaban y se metían primero las señoritas formando una barrera y luego, a toque de silbato, entrábamos nosotros hasta que el agua nos llegaba a la cintura. Nos dejaban aproximadamente diez minutos, luego otro toque de silbato y… fuera del agua.
Tras la siesta, todas las tardes teníamos que rezar el rosario. Algunos días escribíamos a nuestros padres, las cartas eran leídas por las cuidadoras antes de enviarlas y si ponías algo que no les gustase las rompían. Por mi corta edad me tocó llorar mucho, creo que aquellas personas que nos mal cuidaban, en estos tiempos serían catalogadas como maltratadoras, (éramos hijos de los perdedores) y además pobres. Hay para escribir un libro, no exagero.
¡Saludos para todos los que pasamos por allí!
La primera vez que fui tenía 8 años, nos llevaron desde Plaza de España en autocares a la estación de Atocha, cargados con una talega de tela con la ropa interior. Salimos en tren por la noche. Éramos en cada departamento el doble de las plazas disponibles, dormíamos en el suelo, incluso en cima de la puerta, en un hueco para maletas. En Zaragoza se hacía el cambio de máquina eléctrica por una de vapor, a la llegada nos trasladaron en autocares a la que sería nuestra casa, y nuestra primera mili, durante tres meses. Al llegar nos entregaban un uniforme que no era igual para todos:
Consistía en un pantalón corto color gris, camisa caqui, zapatillas de tela con suela de goma y cordones para atar en los tobillos, calzoncillos con botón y bañador con tirantes (de los años 20). Por las mañanas nos hacían lavarnos desnudos, a grifo abierto, con jabón lagarto y estropajo, después salíamos a desayunar. Luego, de paseo, siempre formados en dos filas. Para jugar siempre teníamos que estar sentados, no podíamos estar de pie. Cuando nos castigaban era siempre sentados, con la cabeza entre las piernas.
La comida era espantosa y sólo nos daban para beber un vaso de agua en la comida y otro en la cena. Dormíamos la siesta cada día y, quien tenia que ir al aseo, podía hacer sus necesidades pero sólo una vez al día, si ibas por la tarde no podías volver por la noche. Dormíamos mirando al fondo del dormitorio y quién se daba la vuelta, aunque fuese durmiendo, era castigado amén de recibir un tortazo o un golpe con la pala de madera por ¿mal comportamiento?
Alguna vez nos llevaban a la playa a bañarnos, recuerdo que dejábamos el baby sobre las rocas y, descalzos, bajábamos hasta la arena. Cuando llegaba el instructor- un hombre altísimo-, nos formaban y se metían primero las señoritas formando una barrera y luego, a toque de silbato, entrábamos nosotros hasta que el agua nos llegaba a la cintura. Nos dejaban aproximadamente diez minutos, luego otro toque de silbato y… fuera del agua.
Tras la siesta, todas las tardes teníamos que rezar el rosario. Algunos días escribíamos a nuestros padres, las cartas eran leídas por las cuidadoras antes de enviarlas y si ponías algo que no les gustase las rompían. Por mi corta edad me tocó llorar mucho, creo que aquellas personas que nos mal cuidaban, en estos tiempos serían catalogadas como maltratadoras, (éramos hijos de los perdedores) y además pobres. Hay para escribir un libro, no exagero.
¡Saludos para todos los que pasamos por allí!