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24/5/10

José Luís. Tercera y última parte.

Tercero

Mi hermano y yo tuvimos la inmensa fortuna de la visita de nuestros tíos que permanecieron algunos días en Tarragona y nos aliviaron con su cariño. Nos sacaban de paseo a la ciudad y comer al chiringuito de la playa. Cuando se despidieron yo lloraba desconsoladamente y me colgaba de las faldas de mi tía. Quería irme con ellos como fuera…
Tuve suerte de contar con la compañía de mi hermano mayor, era muchas veces mi tabla de salvación. Dormíamos los dos en la misma cama. Alguna noche que otra se montaban “juerguecillas”, normales entre niños, que si me levanto a la cama de éste o aquél, a no sé qué, jugábamos con la pasta de dientes, nos la comíamos o nos la pringábamos unos a otros. Juergas a veces abortadas por la irrupción de la cuidadora de la noche, encendiendo las luces súbitamente, a la captura de algún sorprendido “in fraganti”. ¡Pobre del que pillaran fuera de la cama! Mejor no entrar en detalles de los castigos impuestas el brazo viviente de la Santa Inquisición. 
Una noche de aquellas mi hermano se hallaba  en plena travesura fuera de la cama cuando entró la susodicha alguacililla y, apenas si pudo esconderse debajo de otra cama. La cuidadora que debía estar alertada por los ruidos y las risitas, buscaba desesperadamente alguna víctima… El ocupante de cualquier cama vacía era candidato seguro al Cadalso, pero gran suerte para él, la de Raúl no lo estaba, me encontraba yo en ella, y la sabueso no cayó en ese momento en que ahí dormíamos dos chicos. No obstante, su instinto depredador le decía que algo no estaba en su sitio y que si permanecía a la espera podía caer alguna presa. Permaneció una hora en el dormitorio y mi hermano bajo la cama conteniendo la respiración. De película de terror con final feliz. Al final se marchó y Raúl pudo ponerse a salvo.
De los compañeros apenas recuerdo nombres ni caras, sólo a Jesús S. G., con quien mi hermano y yo mantuvimos la amistad en Madrid durante cierto tiempo, vivía cerca de nosotros. Al mirar las fotos he recordado el nombre de los hermanos Gómez P., Rafael y … También recuerdo un niño que no debía tener familia, alguien le ha mencionado en el blog como “Berrinche”. En mi grupo había uno así, rubito, siempre con unas “velas” verdes colgando de la nariz, vivía en la quimera de marcharse a la vez que todos; pero sabíamos que no era posible. 
No olvidaré como lloraba el día de la partida, mientras nos íbamos él era retenido por la señorita y trasladado a otro grupo. El día en que, por fin alegres, cantábamos una canción que más o menos decía así: “Con la cruz del Patronato, con los macutos para marchar, para ver a nuestros padres que nos esperan con ansiedad, aquí te quedas...Ya vamos en el tren corriendo hacia… En el tren una voz que retumba en la estación, venid hijos míos de mí alma, que nunca olvidaré a la playa Sabinosa, Sabinosa…”.
Cuantos pasamos por allí difícilmente olvidaremos la Playa Sabinosa, con su talud y vía de tren al fondo, con su azul mar Mediterráneo al frente y a un lado, el más próximo a la ciudad de Tarragona, con el acantilado y rocoso Promontorio, sabinas y pinares, precioso trozo de naturaleza en plena costa tarraconense, donde aún se ubican las ruinas del siniestro Preventorio que quizás nunca debió existir, o debió existir para felicidad de los niños. ¿Quién sabe? O debió ser como fue para que hoy estemos aquí y podamos contarlo.

Madrid, 7 de mayo de 2010.    

21/5/10

José Luís

Segundo

La higiene era escasa, las duchas colectivas y semanales; el aseo consistías en lavarse manos y cara y cepillado de dientes. Los baños en el mar, tras vacunas, cuarentenas y si el tiempo acompañaba, se desarrollaban en grupo, “a modo de rebaño”, supervisado por cuidadoras y socorrista (un tipo de piel oscura ataviado con un bañador de leopardo modelo “Tarzán”, más interesado en flirtear con las señoritas que en ocuparse de su tarea.
Uno de los aspectos más criticables era la absoluta ausencia de actividades. El grado de escolarización era muy bajo, muchos chavales necesitaban ayuda para escribir a su familia. El preventorio contaba con una estupenda escuela, frente a la capilla, pero no se usaba casi para nada (igual que el campo de fútbol). Sólo recuerdo que nos condujeran allí en una ocasión, la maestra entregó papel y lápiz y ordenó algún ejercicio de escritura y dibujo. Los que sabíamos escribir y calcular, entre los que me encontraba, le causamos admiración… Se podría haber organizado la alfabetización de los niños, pero no era una prioridad para la Dirección. Sí lo era la práctica religiosa a base de letanías y rosarios, había una legión de monjas (también estaban en cocina y otras dependencias) dirigidas por el cura, Don Ramón, recuerdo su nombre, tenía un Seat 600 en el que algunas tardes daba una vuelta a algunos chavales apretados como sardinas, asomando por las ventanillas y colgados de todas partes, como si de una competición de “a ver cuántos caben en un Seiscientos” se tratase.
No había juegos de equipo, ni deportes, ni nada parecido. Se trataba de dejar pasar el tiempo sin que los niños molestasen. Pasábamos el día desplazándonos por el Preventorio, o esperando la comida, la merienda… íbamos al Pinar bajo la tutela de la señorita. Hacíamos barquitos con corteza de pino, jugábamos con canicas, tabas, o atravesando escarabajos con las agujas secas de los pinos. Circulaban los tebeos, uno de los bienes más cotizados. Las señoritas conversaban entre ellas; algunas como Conchita leían libros. Si alguno cometía cualquier travesura, nos castigaban a todos, sentados en el suelo con la cabeza agachada, entre las piernas.
Así transcurría el tiempo, lentamente. Se contaban los días que quedaban para terminar la estancia, cuyo fin parecía muy, muy, lejano.

16/5/10

José Luis

José Luis, hermano de Raúl, nos envía sus recuerdos en un extenso escrito que iremos incorporando en sucesivos "capítulos". Le damos nuestra más efusiva bienvenida.

Primero
Estuve en La Sabinosa un verano completo, mediados los 60.  Tenía siete años. Mi familia era semejante a tantas otras  de clase media baja de aquel tiempo. Estábamos escolarizados, nutridos y sanos, ajenos a enfermedades infecciosas, como la tuberculosis. “La culpa” de nuestra estancia en el Preventorio fue del cardiólogo de mi abuelo. El médico recomendó a mi madre “la fórmula ideal” para veranear en la playa, tomar el sol y mejorar nuestro pálido aspecto: las colonias en La Sabinosa.  
Nos enviaron a los dos, a Raúl y a mí. Mi hermano había estado ya en una ocasión pero no debió explicar con suficiente dramatismo sus vivencias, o no le creyeron. Lo importante era coger “color”, bañarse y volver bronceados, que era síntoma de salud.
Nos ubicaron en el 2º piso del Pabellón Central, el mejor de todo el recinto, con magníficas vistas a la Rabassada y al Mediterráneo, al cuidado de la Srta. Conchita. Así comenzó una reclusión de tres meses, alejados de los padres una eternidad para niños de esa edad.
Imperaba la disciplina y el orden, impuestos mediante la intimidación y la violencia, casi siempre gratuitas, parecido al que imperaba en las escuelas franquistas, y un anticipo del encontraríamos en la mili años más tarde. Había señoritas “buenas” y “malas”. La Srta. Conchita era de las primeras.
También ellas eran internas en la Institución; pasaban el día con nosotros y dormían en un cuarto anexo a nuestro dormitorio. Disfrutaban de algún día libre, tal vez quincenalmente. Conchita debía ser aficionada al café, a veces nos llegaba el aroma de la cafetera desde su habitación. Una tarde escuchamos un enorme estruendo y resultó que la cafetera había explotado.
No recuerdo más cuidadoras; pero al leer el blog me vino a la memoria Fermina, y otra que, cuando se dirigía a un niño, siempre decía: “Guapito de cara….” (o era la misma, no lo sé).
Recuerdo un episodio de violencia durante una ausencia de Conchita. Una mañana despertamos sobresaltados por los gritos de una la señorita que la sustituía exigiendo el inmediato abandono de las camas. A continuación la “sargento” fue levantando las mantas y, sacando a los críos de la cama, les lanzaba al suelo. Comenzó por un extremo del pabellón y gran velocidad se aproximó a mí. Los más ágiles se levantaban por sus medios, los perezosos o sin reflejos eran arrojados al pasillo. La vi llegar pero el pánico me inmovilizó. Recuerdo que volé por el aire y caí a dos metros de distancia. El episodio me fue recordado durante años por mi hermano.      
La comida era abundante, pero de pésima calidad: patatas con cáscara, fideos con negros bichitos, alubias blancas duras y otros guisotes poco comestibles, especialmente desagradables para los niños. Un olor, mezcla del rancho, de la combustión del carbón, y el gasoil utilizado para cocinar, impregnaba el aire, haciéndose más desagradable en las inmediaciones del comedor. Pero había que tragarse todo. Yo andaba entre deprimido y asténico, pero sobreviví. El agua potable escaseaba, por lo que la semideshidratación unida a la ausencia de actividades contribuían a dificultar el proceso digestivo. De la comida sólo recuerdo con agrado unos bocadillos que nos daban para cenar los días que la cocina cerraba por descanso (quincenalmente). Los de tortilla francesa nos sabían a gloria. ¡Con qué poco nos conformábamos!

10/5/10

Bienvenido

Nos escribe un nuevo sabinoso para contarnos que también pasó por la Sabinosa a principios de los años cincuenta (posiblemente la expedición 143). No conserva fotografías pero en general sus recuerdos son similares a los nuestros salvo en la percepción de que, con él, se portaron bien las cuidadoras, no recuerda malos tratos destacables, aunque sí la consabida escased de agua, las penalidades del viaje y poco más.
En cualquier caso él nos contará en los próximos días la versión que su memoria conserva de su estancia en el Preventorio.
Nuestra más afectuosa bienvenida a este nuevo miembro del Club de los sabinosos cuyo anonimato respetamos por su expreso deseo.