Muchísimas gracias Scila por éste blog.
Mi nombre es Jesús, soy de Madrid, y actualmente tengo 52 años. Llevaba unos días que no sé por qué motivo ni razón venían a mi mente pasajes de mi infancia, vestigios de una etapa de mi vida en la que francamente lo pasé muy mal. Así que decidí gracias a éste bendito medio llamado internet, buscar a ver si por casualidad era capaz de encontrar a alguien que al igual que yo y muchos otros niños de esa época, contasen su experiencia en ese desagradable e infame lugar. Nunca pensé que lo lograría, verdaderamente ha sido una grata sorpresa.
Mi hermano Carlos y yo, junto con otros niños vecinos nuestros, fuimos también parte de aquellos inocentes chiquillos, que tuvimos la desgracia de estar allí durante los últimos meses del año 1966 y principios del 67, por lo tanto pasamos las navidades e incluso Reyes apartados de nuestra familia.
No solamente estuvimos nosotros, también tengo una hermana, Pili, la mayor de nosotros, ella estuvo en el preventorio de Guadarrama y también lo pasó muy mal, pero esa historia es ella quien tendría que contarla.
Dios…que recuerdos tengo, a pesar de que otros muchos ya se han borrado de mi mente. He de deciros, que he visto con asombro que salgo en una fotografía,… concretamente en la que aporta Fernando de Tarragona, el niño que hay en mitad de la escalera, el 3º a la izquierda, soy yo, y mi hermano Carlos está dos cabezas por encima de mí, justo el que mira hacia abajo de la barandilla. Yo acababa de cumplir 7 años y mi hermano 9. Una de las señoritas con la que estábamos era precisamente la de la fotografía, la Srta. Emilia, todo un bicho, de armas tomar.
Nunca supe a ciencia cierta porqué nos enviaron a ese infierno. Con el transcurso de los años cada vez que le preguntaba a mi madre, ella guardaba silencio y yo notaba como se le inundaban los ojos de lágrimas, como si se sintiese culpable por todo lo que allí padecimos.
Recuerdo que antes de partir, nos pusieron unas vacunas bastante dolorosas en la que nos hacían un pequeño corte. Unos días más tarde salimos de la estación de Atocha, hacía un día grisáceo y desapacible, mis padres nos habían preparado un macuto a cada uno, en el que llevábamos tebeos, galletas, chocolate y otros alimentos, también llevábamos ropa interior en la que mi madre cuidadosamente había cosido las iniciales de nuestros nombres y apellidos. Creo recordar que fue una norma que pusieron.
Cuando el tren se puso en marcha, mi hermano y yo nos asomamos por las ventanillas para despedirnos de nuestros padres, mi madre abrazando a mi padre lloraba. Nada más subir nos dieron unas mantas las cuales ya sabéis para que eran, porque ya lo han comentado otros compañeros. El viaje fue largo y pesado, cuando al fin llegamos después de muchas horas nos recibieron un hombre y unas señoritas vestidas con uniforme capa y cofia, llevaban un silbato de metal colgado al cuello y algunas un manojo de llaves. Nos distribuyeron en grupos, nos hicieron formar en doble fila como si fuésemos militares, y después de unas instrucciones y al toque de silbato debíamos ponernos en marcha y fuimos trasladados a unos pabellones. Seguidamente nos asignaron una cama en la que a los pies había un pequeño baúl para meter nuestras pertenencias.
No recuerdo bien si fue el mismo día o al siguiente, cuando nos dieron ropa que consistía en unos pantalones, un niqui, una chaquetilla a cuadritos marrones y blancos y un abrigo que casi arrastrábamos y por los que no se nos veían las manos, ya que nos colgaban las mangas de lo grandes que nos estaban. En esos meses de invierno hacía un frío terrible y los pabellones a decir verdad, no recuerdo con exactitud si tenían calefacción, pero si la tenían debían de estar al mínimo porque pasábamos mucho frío.
Cada vez que íbamos a comer, merendar o cenar, siempre nos formaban en fila de a dos.
Las comidas eran un suplicio, francamente asquerosas, lo único que se salvaba era la tortilla de patatas cuando nos la daban, porque esto ocurría en contadas ocasiones, y la merienda sobre todo, porque de vez en cuando recibíamos paquetes de nuestros padres, que no siempre nos llegaban, puesto que circunstancialmente se quedaban en el camino igual que las cartas que enviábamos.
Alguna que otra vez nos llevaban a la playa, pero solamente a jugar o pasear, era lógico pues estábamos en invierno. Pasábamos por unos sitios dónde había muchos algarrobos, y recuerdo cómo cogíamos las algarrobas para comérnoslas, por cierto a mí me encantaban.
Jamás olvidaré las noches tan desagradables que pasé, recuerdo como silbaba el viento y cómo las ramas de los árboles golpeaban las ventanas con tanta fuerza, que hacían que muchas veces éstas se abrieran de par en par, aquello era como una película de terror, cada vez que tenía la necesidad de ir al lavabo era una tortura, ya que estaba prohibido levantarse de la cama y si te veían pobre de ti… llegué incluso a orinarme encima alguna vez, lo que conllevó al maltrato psíquico y físico, pues te humillaban delante de todos los niños. Por cualquier tontería recuerdo como nos pegaban con una tablilla de madera en la punta de los dedos, y con los manojos de las llaves nos golpeaban en la cabeza. La siesta era obligatoria y por supuesto nada de levantarse si no querías que te volviesen a atizar. La “cuidadora” se sentaba en un butacón en la entrada del pabellón y desde allí vigilaba cualquier movimiento sospechoso que hubiese en alguna cama. Si no recuerdo mal, sobre las 5 de la tarde era la hora de la merienda y después íbamos a otro pabellón en el que nos dejaban ver un rato la televisión.
Cuando tocaba ir a las duchas nos enviaban a todos juntos y con un estropajo de esparto debíamos frotarnos bien… el agua no estaba precisamente caliente.
Tengo que decir que entre nosotros mismos había muchas disputas, recuerdo a un niño mayor que yo de Logroño, con el que casi todos los días yo me pegaba con él porque nos quitaba nuestras cosas del baúl. Al final siempre tenía que acudir mi hermano Carlos a defenderme.
Después de dos meses y medio allí, vinieron a visitarnos en una ocasión mis padres. Fuimos a unas ruinas romanas (Un anfiteatro). Mi padre cuando nos vio aparecer con la pinta que llevábamos le dijo a mi madre “Yo me llevo a los niños de aquí”, pero tuvimos que esperar 15 días más hasta que por fin cumplimos los tres meses de rigor. Este ha sido mi relato, si recordase alguna otra cosa, volvería a entrar a contároslo.
Un fuerte abrazo a todos.
Muchas gracias Scila.