José Luis, hermano de Raúl, nos envía sus recuerdos en un extenso escrito que iremos incorporando en sucesivos "capítulos". Le damos nuestra más efusiva bienvenida.
Primero
Estuve en La Sabinosa un verano completo, mediados los 60. Tenía siete años. Mi familia era semejante a tantas otras de clase media baja de aquel tiempo. Estábamos escolarizados, nutridos y sanos, ajenos a enfermedades infecciosas, como la tuberculosis. “La culpa” de nuestra estancia en el Preventorio fue del cardiólogo de mi abuelo. El médico recomendó a mi madre “la fórmula ideal” para veranear en la playa, tomar el sol y mejorar nuestro pálido aspecto: las colonias en La Sabinosa.
Nos enviaron a los dos, a Raúl y a mí. Mi hermano había estado ya en una ocasión pero no debió explicar con suficiente dramatismo sus vivencias, o no le creyeron. Lo importante era coger “color”, bañarse y volver bronceados, que era síntoma de salud.
Nos enviaron a los dos, a Raúl y a mí. Mi hermano había estado ya en una ocasión pero no debió explicar con suficiente dramatismo sus vivencias, o no le creyeron. Lo importante era coger “color”, bañarse y volver bronceados, que era síntoma de salud.
Nos ubicaron en el 2º piso del Pabellón Central, el mejor de todo el recinto, con magníficas vistas a la Rabassada y al Mediterráneo, al cuidado de la Srta. Conchita. Así comenzó una reclusión de tres meses, alejados de los padres una eternidad para niños de esa edad.
Imperaba la disciplina y el orden, impuestos mediante la intimidación y la violencia, casi siempre gratuitas, parecido al que imperaba en las escuelas franquistas, y un anticipo del encontraríamos en la mili años más tarde. Había señoritas “buenas” y “malas”. La Srta. Conchita era de las primeras.
También ellas eran internas en la Institución; pasaban el día con nosotros y dormían en un cuarto anexo a nuestro dormitorio. Disfrutaban de algún día libre, tal vez quincenalmente. Conchita debía ser aficionada al café, a veces nos llegaba el aroma de la cafetera desde su habitación. Una tarde escuchamos un enorme estruendo y resultó que la cafetera había explotado.
No recuerdo más cuidadoras; pero al leer el blog me vino a la memoria Fermina, y otra que, cuando se dirigía a un niño, siempre decía: “Guapito de cara….” (o era la misma, no lo sé).
Recuerdo un episodio de violencia durante una ausencia de Conchita. Una mañana despertamos sobresaltados por los gritos de una la señorita que la sustituía exigiendo el inmediato abandono de las camas. A continuación la “sargento” fue levantando las mantas y, sacando a los críos de la cama, les lanzaba al suelo. Comenzó por un extremo del pabellón y gran velocidad se aproximó a mí. Los más ágiles se levantaban por sus medios, los perezosos o sin reflejos eran arrojados al pasillo. La vi llegar pero el pánico me inmovilizó. Recuerdo que volé por el aire y caí a dos metros de distancia. El episodio me fue recordado durante años por mi hermano.
La comida era abundante, pero de pésima calidad: patatas con cáscara, fideos con negros bichitos, alubias blancas duras y otros guisotes poco comestibles, especialmente desagradables para los niños. Un olor, mezcla del rancho, de la combustión del carbón, y el gasoil utilizado para cocinar, impregnaba el aire, haciéndose más desagradable en las inmediaciones del comedor. Pero había que tragarse todo. Yo andaba entre deprimido y asténico, pero sobreviví. El agua potable escaseaba, por lo que la semideshidratación unida a la ausencia de actividades contribuían a dificultar el proceso digestivo. De la comida sólo recuerdo con agrado unos bocadillos que nos daban para cenar los días que la cocina cerraba por descanso (quincenalmente). Los de tortilla francesa nos sabían a gloria. ¡Con qué poco nos conformábamos!